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miércoles, 31 de agosto de 2011

La madre que quiero ser


Un hijo es el mayor regalo que la vida nos puede dar. La conexión con otro ser y con el universo que te proporciona tener un hijo, no se obtiene a través de ninguna otra experiencia o así lo siento yo. Nada es tan intenso, tan revelador, tan verdadero, tan sobrenatural, tan sobrecogedor, como la conexión que hay entre una madre y su hijo (tal vez del padre llega a ser igual, lo desconozco).

Esta relación, nos viene dada como un regalo de valor incalculable, impagable. Se nos ha elegido quién sabe porqué para tener esta oportunidad. No ha sido para cumplir con ese estatus social que hace necesario tener un hijo, o mejor la parejita, llevarlos monísimos y apuntarlos a tenis. Ni para convertirlos exáctamente en lo que pensamos que debería ser una persona, jugando a ser Dios, despojándoles de toda su individualidad que nace con ellos y viene quién sabe de donde. Nosotros no sabemos nada. Nuestras responsabilidades, además de vestirles, procurarles una casa limpia y caliente, y una educación (este es el mínimo mínimo) son muchas.

Una de las responsabilidades que adquirimos al ser padres es enseñarles los límites. No se le hace ningún favor a un hijo haciéndole creer que puede hacer cualquier cosa que se le ocurra. Como se han escrito tantos artículos sobre poner límites y cada uno sabe si quiere hacerlo o no, en esto no me extiendo, sólo lo menciono como punto de partida, sin el cual nada de lo que hagamos por nuestro hijo le hará feliz (siempre querrá más).

Otro punto que no se menciona a menudo pero que siento como vital, es amar a tu hijo. Amarle como es. Tal y como él es. Respetar sus sentimientos, permitirle tener sus sensaciones sin juzgarlas, dejar que su evolución vaya siendo a su ritmo y no al que nosotros “suponemos” que es deseable o normal. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Qué sabemos nosotros de las profundidades del ser humano? No hemos comprado una Nancy. Estamos al cuidado de un alma humana que confía ciegamente en nosotros. Por favor, no le cortemos las alas del alma con nuestro ego, con nuestros juicios, con nuestra ideología. Respetemos sus sentimientos, y muchas veces podemos aprender de ellos. Yo soy rencorosa, mi hija perdona inmediatamente, perdona de corazón. No conoce el rencor. Aprendamos de nuestros hijos. El hecho de que no se sepan atar los cordones de los zapatos no nos hace superiores a ellos. Un alma en un cuerpo pequeñito puede enseñarnos mucho.

Y por fin el punto más importante en el que nunca quisiera fallar: quiero estar ahí para ella. ¿Qué es una madre ausente? Es un niño abandonado. No hablo de la madre que se va a trabajar, sino de la que nunca está porque siempre tiene algo mejor que hacer que estar con su hijo. Por muy bien atendido que esté ese niño en lo físico, le falta la atención más importante que es la del alma. A su alma ningún asalariado le puede prestar atención. Cuando van creciendo y nos cuentan algo que nos parece muy tonto, quiero estar ahí para que sepa que eso que para ella es tan importante, realmente lo es también para mí. Que podemos hablarlo, analizarlo, diseccionarlo, abrazarnos, reirnos, hacerle burla o llorarlo. Ella siendo tan pequeña, ya tiene sus fantasmas, y sacándolos a la luz, hablándolo con quien ella más quiere, siente una seguridad y un alivio que de otra forma no encontraría, y ese fantasma se quedaría dentro de ella haciéndose grande. Este aspecto de “estar ahí para hablar con ella de lo que necesite” me parece más vital que el baño. Para mí va situado lo siguiente en importancia inmediatamente después del alimento.

Esta actitud, la de estar ahí para tu hijo, es la que realmente me interesaba al escribir hoy. A día de hoy, siendo ella una niña, tal vez no sea tan difícil estar ahí para ella, para que ella pueda sacar de su cabeza las cosas que le atormentan y hablarlas con su madre que soy yo como lo más natural. Al hablarlo ella toma poder sobre ello. Al hablar conmigo de sus miedos los conquista. A día de hoy es fácil, aunque me enorgullece darme cuenta de que mucha gente no lo hace y descuida a sus hijos quitándole importancia al hecho de hablar con ellos porque “son pequeños y son tonterías”. No es que esa gente sea mala, es que están equivocados o eso creo yo. Como decía, a día de hoy para mí es fácil. Lo veo natural y a ella le hace falta hablar conmigo. Lo único que tengo que hacer es darle ese tiempo para estar las dos tranquilas y escucharle con atención, eligiendo palabras para responderle que le puedan ayudar a construir una confianza en sí misma y en su poder sobre su vida, desde sus más tempranos miedos.

Lo que no quiero que se me olvide nunca, es que esta responsabilidad la tengo con ella no solo ahora cuando es una niña más manejable. Esto es responsabilidad mía siempre. Quiero que a medida que ella vaya creciendo y entre en edades consideradas más “difíciles”, no se me olvide que es mi ineludible obligación estar ahí para ella. Hablar con ella. Preguntarle qué tal está. Qué tal se siente. No vale enfadarse con ella y no hablarle en tres meses o pasar de ella y hacer mi vida intentando tener el contacto mínimo con ella. Eso no es. El hecho de tener un hijo es un regalo de un valor incalculable, y no vale cuando las cosas se ponen un poco incómodas, mirar hacia otro lado como si ese hijo no fuera nuestro, retirarle la palabra, retirarle la protección, y que cuando tenga los enormes problemas espirituales que puede tener un niño o un adolescente, llegue a una casa donde sus padres no le hablan. Eso no es ser padre o madre. Solo pido no cometer jamás este error. No me lo perdonaría, y estoy segura de que mi hija tampoco podría perdonarme semejante traición.

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